Dentro del triste panorama social y político en el que nos hemos acostumbrado a transitar llama poderosamente la atención la falta de interés que generan los problemas verdaderamente esenciales que padecemos. Porque, aunque sólo fuera gracias a la crisis, éstos debieran ser ya totalmente evidentes para la mayor parte de los ciudadanos y para la clase política.
El primero de ellos es un problema económico. Se trata del hecho, ya a todas luces innegable, de que somos mucho más pobres de lo que en realidad hemos pensado durante estos años y de que el estilo de vida que, a todos los niveles, públicos y privados, nos habíamos otorgado habrá de adaptarse a esta dura realidad. A muchos ha llegado por sorpresa la noticia de que probablemente esos niveles de bienestar serán difícilmente alcanzables en el futuro con el modelo económico, por llamarlo de alguna manera, de los últimos años.
El segundo se refiere a los alarmantes retrocesos en cohesión social y respecto de la idea de igualdad de oportunidades en medio del silencio suicida de casi todos. Hemos aceptado que los servicios públicos que han de garantizar la justicia social se deterioren de modo alarmante y que se gestionen no con criterios cívicos sino de supuesta eficacia. Que luego, a la hora de la verdad, no es tal. Nada hay más ineficaz que una sociedad que es incapaz de sacar partido a gran parte de sus integrantes, dándoles todas las oportunidades para que desarrollen sus talentos y retornen, a su vez, lo más posible, a la comunidad.
Ambos problemas confluyen de manera especialmente singular cuando nos paramos a pensar en los destrozos que, entre todos, estamos causando al sistema educativo. Entre todos porque, aprovechando que nadie tiene mucho interés en denunciarlo, el Consell está destinando crecientes recursos a subvencionar la enseñanza en manos privadas en detrimento de la mejor escuela posible, que aquí, ahora y siempre es y será la pública. Algo de lo que son conscientes todas las sociedades desarrolladas, que si tienen algo en común es precisamente tener muy claro que la base de la convivencia cívica y de la mejora de oportunidades para todos pasa por un sistema educativo básico público, gratuito, a cargo del Estado y de la mayor calidad posible. Un objetivo tan esencial como difícil de alcanzar si quien manda destina cada vez más dinero a pagar la factura de centros privados e incluso les cede suelo público para que sean cada vez más y más.
Más grave es que son las propias clases medias las primeras en saber que su pretensión de llevar a los niños a centros concertados tiene poco que ver con la excelencia de los mismos y mucho con un intento de protección y segregación de sus hijos, a los que se pretende evitar el trago de convivir con otras capas de la población. Así de duro y así de triste. Pero digamos la verdad y reconozcámoslo. Lo saben los partidos políticos, que por este motivo se cuidan de dejar abiertas todas las facilidades para que se pueda seguir logrando, por vías indirectas, un objetivo del que, en el fondo, nadie puede sentirse orgulloso. Porque no hay nadie que no sea consciente de que tal planteamiento, además de ser egoísta, condena a nuestros hijos a vivir en una sociedad globalmente mucho peor. Por mucho que nos consolemos pensando que el barco tendrá una enorme vía de agua, sí, pero el niño irá en camarote de lujo.
Andrés Boix Palop es profesor de Derecho Administrativo en la Universitat de València